Tierra de volcanes y una prolija campiña que se resiste a
desaparecer devorada por una ciudad en constante expansión, Arequipa es la
capital mundial del camarón, un crustáceo digno de mesas de reyes que sobrevive
estoicamente en los ríos del sur a pesar de los excesos extractivos de las
últimas décadas.
La culinaria arequipeña tiene su origen -y su presente- en
las proverbiales picanterías de los barrios tradicionales, enclave de sarzas,
ocopas, celadores, encebichados y cremas de lujo que acompañan adobos, fritos y
chupes capaces de doblegar a la mayor de las nevadas. Su gastronomía es tan
importante en el diario vivir de sus habitantes que para algunos el cráter del
Misti debería ser, en realidad, una hornilla gigante donde se cocinen los
potajes más sabrosos. La culinaria arequipeña tiene tantos términos que se
necesitaría un diccionario completo para explicarlos. Aquí se desayuna con
adobo arrocotado y pan de tres puntas remojado en ese jugo de aroma intenso que
brota del chancho bien aderezado; se comienza cualquier comida con un escribano
y se termina con queso helado, todo bien regado por chicha de primera; se
disfruta la fragante papayita arequipeña y las peritas de estación, mientras se
mantienen platillos de estirpe casi olvidada, como la timpusca, una sopa a base
de cordero, papas, pera y cochayuyo, que es cada vez más difícil de hallar.
Sin embargo, las estrellas de la culinaria del sur son las
picanterías. éstas, por definición, son aquellos lugares donde se preparan
potajes en fogón a leña (antes se empleaba yareta, hoy casi desaparecida), se
vende la chicha almacenada en chombas de barro y se sirve en mesa grande -que
se comparte con los demás comensales.
Las picanterías arequipeñas representan,
sin lugar a dudas, la esencia de la culinaria regional del Perú.
Aquí la
tradición se une con las técnicas ancestrales para lograr platos de calidad
dignos de la mesa del gourmand más exigente: cremosas ocopas, suculentos chupes
y caldos, desconocidos civinches y rocotos endiablados. Todas se ubican en los
más tradicionales barrios de la ciudad (Sachaca, Cayma y Yanahuara) y emplean
al camarón como la base de sus platillos más exquisitos. Aquí los platos
-llamados localmente ‘almuerzos’-, cocinados en ollas de barro y servidos al
mediodía, tienen días específicos para su consumo: los lunes se dedican al
chaque de tripas de cordero; los martes al chairo (una sopa espesa con
verduras, tubérculos y carne de res); los miércoles son de la chochoca o el rachi
de pancita; los jueves es turno del menestrón; los viernes del chuño o chupe de
camarones; los sábados de la timpusca o puchero; y los domingos del pebre
(caldo de lomo de cordero) y del clásico adobo (guiso de carne de cerdo en
chicha de jora).
Una de las características que identifica a las picanterías
es la ausencia de aderezos químicos (o sazonadores) en sus platillos. Aquí se
emplean sólo productos naturales, los que se muelen empleando antiguos batanes
de piedra, heredados por las mujeres a lo largo de incontables generaciones.
Este es el territorio sagrado de cuyes que corren como juguetes de cuerda entre
los porongos de chicha de jora y garrafas de anís para ‘bajar’ las comilonas.
Un dato: en las picanterías se almuerza... aunque sea las diez de la mañana, se
come ‘picantes’ desde las cuatro de la tarde y se desayuna con adobo los
domingos. Todo acompañado del tradicional llatan o rocoto picado con cebolla,
ajos y huacatay.
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